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Lenguas botánicas

Por Solana González solanagonzalezb@gmail.com 

Un día empezaron a hablar en lenguas distintas. Como no podía recordar la fecha, se corrigió, en un momento empezaron a hablar lenguas distintas. Si lo pensaba bien, no había sido tan así y a su vez, sí lo había sido. Al principio, las palabras se empezaron a deshilachar, no de modo expresionista, sino como si un suave viento soplara sus frágiles esqueletos. Él decía bienh, la h sonaba en la sutil aspiración de su respiración, como si la n anteúltima fuera arrastrada a algún lugar, que ella claramente no podía precisar.  Sí conocía su respiración, porque  es un hecho que nadie respira igual a otro, pero solo se presta atención cuando se trata de la gente que se ama. Si en un subte alguien se acerca tanto como para que el cuerpo perciba el relieve de otra clavícula e incluso los pensamientos se detengan en la rareza de esa esdrújula, la atención mantiene su frialdad polar ante la respiración desconocida. Con él en cambio, podía reconocer su tempo y variaciones, los usos que hacía de las comas, lo imprevisto de los dos puntos, su entrañable signo de interrogación. Por lo cual un sis , con su ultimo fricativo alveolar sordo, no podía menos que ser un indicio, pequeño, como si finitas patas de mariposas empezaran a instalarse entre sus consonantes. Una mañana el velo tenue que se mantenía aun en sus vocales decidió retirarse. Quizás fue ese día, el día, en que empezaron a hablar lenguas distintas. No estaba del todo segura, sí recordaba haber pensado en Rilke: “Bienaventurados los que saben que detrás de todos los lenguajes se halla lo inexpresable”. Estaba allí desnudo su pecado, ella que defendía esa frase de manera encendida quería expulsar lo inexpresable cuando se trataba de sus hijos. La conmoción de esa idea no implicó sin embargo abandonarla. Recordó que había leído sobre la floración de los cerezos en Japón, particularmente sobre el servicio meteorológico que anuncia la finalización del invierno a partir del momento en que los primeros cerezos empiezan a abrir sus flores. Kaika, era la palabra que usaban para nombrar esa potestad de corte contundente.  No era que él le hablara en japonés, le hablaba en otra lengua, con un vibrato en su respiración, que le era intraducible.  Pensó que cuando era bebé y tenia fiebre solía acostarlo sobre su pecho, justo entre sus costillas para sentir como sus respiraciones se acompasaban, Rilke y su frase estaban aún muy lejos.  Leyó :

Las vocales /e/, /i/ reciben también el nombre de palatales por articularse en la zona del paladar duro, frente a /o/, /u/, llamadas velares por articularse en la zona del velo del paladar

Quizás se trataba de eso, había variado el punto de articulación, era evidente que el gusto tenía parte en ese discreto fenómeno babeliano. Igualmente, ya no estaba segura de casi nada con respecto a esa otra lengua, Rilke se había encargado de desmontar el borde de defensa de su interés por la filosofía del lenguaje. Quizás era solo un dialecto, como aquellos que inventaba de niño para jugar, o una suerte de propio jeringoso que no respetaba su regularidad sintáctica. La idea a prima facie era ingenua, no a nivel sonoro sino en términos estrictamente meteorológicos: no tomaba en cuenta la sucesiva floración de los cerezos. Por otra parte, la certeza que se trababa solamente de la lengua de él , no respetaba si quiera el inicio de éste texto : “Un día empezaron a hablar en lenguas distintas”. Podía ser que ella estuviera padeciendo una suerte de afasia de Wernicke y que fuera ella la del “revoltijo de palabras”. Sin ir mas lejos ¿Cómo es que había llegado a los cerezos japoneses? Maldijo al lenguaje, lo maldijo mas que a Rilke, lo que para el caso no tenía ni la más mínima importancia. ¿Por qué nadie le había dicho que Schweblin no había sido honesta cuando habló de distancia de rescate? No se trataba de ningún cordón, el mismísimo universo materno descreía de esa metáfora falsable. Sus amigas escritoras podrían haberle dado una pista, por ejemplo, decirle al pasar nunca te olvides de Kaika. Ella en cambio iba a ser solidaria y avisarles a sus amigas, que todavía no sufrían los efectos del vendaval idiomático, sobre los cerezos japoneses. “Como si finitas patas de mariposas empezaran a instalarse entre sus consonantes” volvió sobre sus palabras, le dió una inmensa ternura. Era eso, su lengua, la de él se había instalado con esa bella , frágil y decidida contundencia primaveral. Pensó en Kaika y lloró. Recordó porque amaba a Davis:

 “En este estado: conmovida por los erizos de los castaños en primavera”

La lengua del amor se acerca a la botánica, solo sí se está dispuesta a disfrutar de la floración de los cerezos y  ella lo estaba.