La dama de Verona
Por Anatole France
Puella autem moriens dixit : «Satanas, trado tibi corpus meum cum anima mea» (Quadragesimale opus declamatum Parisiis in ecclesia Sti Johannis in Gravia per venerabilem patrem Sacrae scripturae interpretem eximium Ol Maillardum, 1511)
Este relato fue hallado por el R.P. Adone Doni en los archivos del convento de Santa Croce, de Verona:
«La señora Eletta de Verona era tan maravillosamente bella y bien formada que los eruditos de la ciudad que tenían conocimientos de historia y mitología llamaban a su señora madre con los nombres de Leto, Leda o Sémele, dando a entender así que la hija había sido engendrada en ella por algún Zeus antes que por cualquier hombre mortal como eran el marido y los amantes de la citada señora. Pero los más sabios, sobre todo fray Battista, que fue antes que yo guardián del convento de la Santa Croce, consideraban que semejante belleza corporal tenía algo que ver con el diablo que es un artista en el sentido en el que lo interpretaba Nerón, emperador de los romanos, que decía al morir: «¡Qué artista perece!». Y no hay duda de que Satanás, el enemigo de Dios, que es muy hábil con los metales, es también excelente trabajando la carne humana. Yo que les estoy hablando, que tengo un amplio conocimiento del mundo, he visto en múltiples ocasiones campanas e imágenes de hombres fabricadas por el enemigo del género humano. Sus artimañas son increíbles. Tuve igualmente conocimiento de hijos que algunas mujeres concibieron por obra del diablo, pero sobre esta cuestión mis labios están sellados por el secreto de confesión. Me limitaré pues a decir que corrían extrañas teorías acerca del nacimiento de la señora Eletta.
Vi a esta dama por primera vez en la plaza de Verona, el Viernes Santo del año 1320, cuando ella acababa de cumplir los catorce años. Y la seguí viendo a partir de entonces en los paseos y en las iglesias que frecuentaban las damas. Era como una pintura realizada por un magnífico artista. Tenía el cabello rubio ensortijado, la frente blanca, los ojos de un color que sólo se encuentra en una piedra preciosa denominada aguamarina, las mejillas rosadas, la nariz recta y fina. Su boca imitaba al arco de Cupido y hería al sonreír; y el mentón era tan risueño como la boca. Todo el cuerpo de la señora Eletta parecía hecho a propósito para el placer de los amantes. Sus senos no eran grandes pero ahuecaban su camisola con dos repletas y suaves redondeces gemelas. Tanto por mi carácter sagrado como por el hecho de que sólo la vi con velo y cubierta con sus ropas de calle, no les describiré las restantes partes de su cuerpo que, a través de los tejidos que la cubrían, anunciaban su perfección. Sólo les diré que, cuando se encontraba en su lugar habitual en la iglesia de San Zenón el Mayor, no podía hacer un movimiento para levantarse, arrodillarse, o para posar la frente sobre las losas, como debe hacerse en el momento de la Elevación del sagrado cuerpo de Jesucristo, sin inspirar de inmediato a los hombres que la contemplaban el ardiente deseo de tenerla apretada contra su cuerpo.
Y sucedió que, hacia los quince años, Eletta se casó con maese Antonio Torlota, abogado, que era un hombre culto, de prestigio y rico pero ya mayor y tan grueso y deforme que, al verlo llevando sus documentos en un gran bolso de cuero, no se sabía qué bolso llevaba al otro.
Era una pena pensar que, por efectos del sacramento del matrimonio, instituido para la gloria y salvación eterna de los hombres, la dama más bella de Verona se acostara con un hombre tan viejo, tan deforme y tan ruinoso. Y los virtuosos vieron, con más dolor que sorpresa, que aprovechando la libertad que le dejaba su marido, ocupado durante toda la noche en resolver asuntos acerca de lo justo y lo injusto, la joven esposa de Antonio Torlota recibía en su lecho a los más apuestos caballeros de la ciudad. Pero el placer que ella sentía procedía de ella misma y no de ellos; pues se amaba a sí misma y no a ellos. Nunca sintió placer sino con su propia carne. Era para sí misma deseo, ansias y encanto, por lo que creo que el pecado de la carne era excesivamente grave en ella. Pues, aunque ese pecado nos separa de Dios, lo que hace pensar en su gravedad, es verdad que los pecados carnales son considerados por el Soberano Juez en este mundo y en el otro, con menos rigor que los de los avaros, los traidores, los homicidas o los malvados que han traficado con las cosas sagradas, dado que los malos deseos que forman los hombres sensuales lo son por otro y no por ellos mismos y en cierto sentido dejan aparecen los restos envilecidos del amor verdadero y de la caridad.
Pero nada de eso existía en los adulterios de Eletta que, en todos sus amoríos, sólo se amaba a sí misma. Y por ello estaba más alejada de Dios que otras muchas mujeres que no resistieron sus deseos. Pero esos deseos eran por otro, mientras que los de Eletta eran por ella misma. Digo todo esto para que se comprenda mejor la continuación del relato.
A la edad de veinte años enfermó y se sintió morir. Entonces lloró su hermoso cuerpo con profunda piedad. Hizo que sus doncellas la vistieran con sus ropas más suntuosas, se miró en el espejo, se acarició con las dos manos sus senos y sus caderas con el fin de gozar por última vez de sus propios encantos. Y al no consentir que aquel cuerpo adorado fuera comido por los gusanos en la tierra húmeda, al expirar dijo con un gran suspiro de fe y esperanza:
-Satanás, mi amado Satanás, acoge mi alma y mi cuerpo; Satanás, mi dulce Satanás, escucha mi ruego: acoge mi cuerpo y mi alma.
Fue transportada a San Zenón el Mayor con el rostro descubierto como era costumbre y, tan lejos como se remontan los recuerdos de los hombres, nunca se había visto una muerta más bella. Mientras los sacerdotes cantaban a su alrededor el oficio de difuntos, ella parecía desmayada en brazos de algún amante invisible. Después de la ceremonia, el féretro de la señora Eletta, cuidadosamente precintado, fue introducido en tierra santa entre las tumbas que rodean la iglesia de San Zenón, algunas de las cuales son sarcófagos antiguos. Pero, a la mañana siguiente, la tierra que habían echado sobre la muerta había sido retirada y pudo verse el ataúd abierto y vacío».
FIN