Seleccionar página

La cajita roja

Por Miguel Conocente miguelconocente@icloud.com 

Llegar hasta la puerta de tu casa con esta pequeña caja como ofrenda inesperada. Haber aminado las ocho cuadras heladas desde la parada del colectivo con el alma resquebrajada de dudas pero aliviada, decidida a seguir a pesar de la mirada inquisidora que me disparó la mujer del kiosco de evistas con su peinado siempre inmenso, estático, como dibujado por miles de trazos frenéticos en un papel durísimo. Ir reconociendo las caras de todos los que caminan estas calles y son los mismos de siempre, los mismos que cuando iba y venía para visitarte cada día. El pelado con auriculares moviendo rítmicamente la cabeza con las manos en los bolsillos apoyado en el banco de la placita donde nos encontrábamos cuando éramos chicos y tu papá no te dejaba estar de novia y menos que yo me acercara por tu casa entonces ibas a misa y yo también para mirarte y luego caminábamos de vuelta despacito apenas rozándonos las manos hasta llegar a ese mismo banquito donde yo me sentaba en el respaldo, hablábamos un rato y vos ponías la mejilla, el beso, chau hasta mañana, te perdía nuevamente. Doña Aída baldeando la vereda a estas horas de la noche en retirada igual que mañana a la mañana tan temprano. El pañuelo floreado atado a la cabeza, las manos grandes empuñando el palo que empuja urgente el agua hacia la calle, los aros de oro colgando de las orejas irregulares. Ella que te vio con él y corrió la cortina cuando te diste vuelta y vos te diste cuenta pero no te importó. Desde ese día no respondió más a tu “buen día” y vos bajabas la cabeza y empezaste a pasar por la vereda de enfrente.

La parecita de la casa de los Gómez donde nos sentábamos los veranos a la noche a besarnos y a mirarnos los ojos y vos sonreías y yo te preguntaba por qué y me decías que eras feliz y se me inundaba el alma y la vida empezaba y terminaba en ese abrazo.

La vidriera de la farmacia de don Jerónimo donde me miraba reflejado y me arreglaba el pelo por última vez a dos cuadras de tu casa, a dos horas y media de volver a mirarme en ese vidrio todo despeinado pero contento. La misma vidriera que atravesé algún tiempo antes avergonzado para comprar preservativos porque me esperabas a las nueve y tus viejos no volverían hasta tarde y don Jerónimo al verme ahí parado y mudo me hizo una guiñada guardó los preservativos en una bolsita y me dijo suerte pibe.

Fue la suerte la que decidió irse al año y medio cuando un día me dijiste de no seguir viéndonos por un tiempo, de tu facultad y de lo importante que era para vos, de los horarios y la concentración que te demandaba, que iba a pasar rápido, que no me pusiera así. No te pedí más explicaciones porque supe inmediatamente que nada de lo que dijeras serviría para acurrucar la angustia que me explotó en los ojos tres cuadras más allá cuando el pelado de los auriculares me vio pasar e hizo una mueca leve, como una sonrisa.

Seguí yendo al barrio algunos días porque sí, a caminar como siempre, como cuando iba a verte, a comprar una naranja en la verdulería de las paredes celestes y descascaradas donde yo encontraba figuras dibujadas por capricho del azar y la humedad, donde esperaba escuchando a las viejas que manoseaban cada tomate que Jaime ponía en la balanza y se lo devolvían porque no me vas a dar éste que está muy maduro. Donde la hija menor de los Gómez, la que nos espiaba en las noches cálidas de los abrazos enormes en la parecita de su casa, le dijo a otra nena de su edad

que vos estabas de novia mientras llegaba arrastrando la bolsa de las compras. Siguió diciendo y yo de espaldas que te besaba en la parecita todas las tardes desde hacía meses y yo de espaldas y cómo te tocaba y las cosas que te decía en voz baja que a ella le daba vergüenza repetir y el alma se me desgajaba en cada palabra de su voz de niña y los ocho días desde nuestra última charla y ella cuenta que él no se saca los auriculares cuando te abraza y vos acariciás su cabeza desnuda y Jaime que me dice ¿qué vas a llevar?, nada, y la menor de los Gómez escucha mi voz, me mira y calla y yo de frente hacia la puerta caminando para dejar de oír.

Don Jerónimo siempre me entiende antes que yo hable y me dice ¿te duele mucho pibe? Y me da el pie para pedirle remedios, remedios para el dolor inmenso, para un dolor que lacera y no se ahoga en gritos. Me acerca unas ampollas, unas jeringas, una advertencia: esto te duerme en tres minutos por ocho horas y ni el horror más terrible te despierta, ojo pibe.

Fue una semana eterna, más eterna que la anterior luego de tus palabras finales. Volví algunas tardes al barrio a la hora en que las sombras se empiezan a ir a dormir. Volví a la placita oscurecida por la noche, por los árboles y por mis piedrazos a los escasos focos. Esperé entre los matorrales despeinados detrás del banquito bajo la noche sin luna. Cargué una jeringa con el contenido ámbar de tres ampollas. Pensé en esa como mi última noche y recordé tus ojos cuando me iba y antes de dar vuelta a la esquina giraba para saludarte y estaban fijos en los míos, tus ojos de niña que encontraba atravesando la iglesia de los cuerpos arrodillados y se iluminaban al verme, los ojos de hace un mes que me esquivaban, tus ojos que no cerrabas cuando te besaba, los ojos tiesos cuando me decías de separarnos y recordabas otros ojos frente a los míos endurecidos por la sorpresa.

No estaba solo. Alguien se había acomodado en el banco de la plaza, los pies sobre la tabla, sentado en el respaldo, las manos en los bolsillos del pantalón. Don Jerónimo habló.

– Te seguí , cuando te fuiste de la farmacia se me ocurrió que te ibas a mandar una macana y te seguí. Pero no he venido a frenarte sino a decirte que en cuestiones de amor no se puede andar a medias. No hay lugar intermedio donde puedas estacionarte, hay que decidir. Si tu corazón te dicta ir a pelear tenés que estar dispuesto a sufrir mucho, más que hoy, vas a arrastrarte, a humillarte, a rogar desesperado y es muy probable que ella así se convenza aún más de rechazarte nuevamente porque el amor no se mendiga, quien suplica para conseguir amor sólo obtiene piedad o indiferencia. Si tu decisión es dejarla ir vas a tener que soportar un dolor ardiente, un desfilar de recuerdos hermosos transformados en espinas que te cortarán la carne poco a poco, las noches van a ser interminables y el sol un testigo repetido de tu desvelo permanente. Pero en algún momento ese tormento va a terminar.

– En algún momento ¿Pero cuándo?

– No se puede saber. Pueden ser meses o años.

-Yo ya no aguanto un día más así.

-Entonces dejá de aguantar pibe.

Dijo eso, me dio una palmadita en la espalda y se fue caminando despacio.

Volví a sentarme entre los arbustos oscuros. Me sentía diferente. Supe que iba a dejarte ir definitivamente.

Al rato me sobresaltó un ruido cercano. Otra vez el banquito de la plaza estaba ocupado. Me asomé en silencio. Una ola de odio me rebalsó el cuerpo mientras se tensaban mis músculos como en un acorde distorsionado. No tengo recuerdos claros de ese momento, fue todo muy rápido. Sé que me abalancé sobre él y clavé la jeringa en su cuello y gritó sorprendido tan fuerte como un animal apaleado y sus ojos giraron desorbitados hacia atrás y se le reblandeció el cuerpo mientras se desplomaba. Me veo arrastrándolo hacia la maleza opaca, sacando la vitorinox que siempre llevo por si acaso, la sensación caliente y pegajosa de su sangre en mis manos furiosas, me veo en el último asiento del colectivo vacío con el bolsillo lleno y húmedo y llego a mi casa para sentarme en la silla y empezar a escribirte esta carta urgente para que sepas por qué te dejo para siempre mientras un reflejo rosado entra por la ventana y sé que amanece y que puedo alcanzarte antes que salgas para la facultad y vacío el bolsillo en la pileta de la cocina, lavo, seco, busco la cajita roja y acomodo prolijamente los dos ojos aún tibios para que te miren de frente y vuelvo a la mesa a terminar mi carta de despedida con esta frase:

Yo no te vuelvo a ver más, el pelado tampoco. Chau Miriam.