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Hombre del sur

Por Roald Dahl

Eran cerca de las seis, así que pensé en pedir una cerveza y tenderme en una hamaca junto a la piscina a tomar un poco el sol de la tarde.

Fui al bar, pedí la cerveza y me dirigí a la piscina pasando por el jardín.

Era muy bonito, lleno de césped, flores y altas palmeras repletas de cocos. El viento soplaba fuerte en la copa de las palmeras, y las palmas, al moverse, hacían un ruido parecido al fuego. Grandes racimos de cocos colgaban de las ramas.

Había muchas hamacas alrededor de la piscina, así como mesitas y toldos multicolores; hombres y mujeres bronceados por el sol sentados aquí y allá en traje de baño. Dentro de la piscina, tres o cuatro chicas y una docena de chicos chapoteaban, gritando y jugando al waterpolo, un poco en serio y un poco en broma.

Me quedé mirándolos. Las chicas eran unas inglesas del hotel. A los chicos no los conocía, pero parecían norteamericanos, seguramente cadetes navales llegados en un barco militar que había anclado en el puerto aquella mañana.

Llegué hasta allí y me metí bajo un toldo amarillo donde había cuatro asientos vacíos, me serví la cerveza y me senté cómodamente con un cigarrillo entre los dedos.

Los marinos norteamericanos congeniaban bien con las inglesas. Buceaban juntos y las hacían subir a la superficie del agua cogiéndolas por las piernas.

En aquel momento distinguí a un hombrecillo de cierta edad que caminaba por el mismo borde de la piscina. Llevaba un traje blanco, inmaculado, y caminaba muy deprisa, dando un saltito a cada paso. Llevaba en la cabeza un gran sombrero de paja e iba mirando a la gente y las hamacas a lo largo de la piscina.

Se paró frente a mí y me sonrió, enseñándome dos hileras de dientes, pequeños y desiguales, ligeramente deslustrados.

Yo también le sonreí.

—Perdón. ¿Me puedo sentar aquí?

—Claro —dije yo—, tome asiento.

Dio la vuelta a la silla y la inspeccionó por seguridad. Luego se sentó y cruzó las piernas. Llevaba sandalias de cuero, abiertas, para evitar el calor.

—Una tarde magnífica —dijo—; las tardes son maravillosas aquí, en Jamaica.

No estaba yo seguro de si su acento era italiano o español, pero lo que sí sabía con certeza era que procedía de Sudamérica, y además se le veía viejo, sobre todo cuando se le miraba de cerca. Tendría unos sesenta y ocho o setenta años.

—Sí —dije yo—, esto es estupendo.

—Y ¿quiénes son ésos?, me pregunto yo. No son del hotel, ¿verdad?

Señalaba a los bañistas de la piscina.

—Creo que son marinos norteamericanos —le expliqué—; mejor dicho, cadetes.

—¡Claro que son norteamericanos! ¿Quiénes si no iban a hacer tanto ruido? Usted no es norteamericano, ¿verdad?

—No —dije yo—, no lo soy.

De repente uno de los cadetes norteamericanos se detuvo frente a nosotros. Estaba completamente mojado porque acababa de salir de la piscina. Una de las inglesas lo acompañaba.

—¿Están ocupadas estas sillas? —preguntó.

—No —contesté yo.

—¿Les importa que nos sentemos?

—No.

—Gracias —dijo.

Llevaba una toalla en la mano y al sentarse sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor. Le ofreció a la chica, pero ella rehusó; luego me ofreció a mí y acepté uno. El hombrecillo, por su parte, dijo:

—Gracias, pero creo que tengo un cigarro puro.

Sacó una pitillera de piel de cocodrilo y cogió un purito. Luego sacó una especie de navaja provista de unas tijerillas y cortó el final del cigarro puro.

—Yo le daré fuego —dijo el muchacho norteamericano, tendiéndole el encendedor.

—No se encenderá con este viento.

—Claro que se encenderá. Siempre funciona.

El hombrecillo sacó el cigarro de su boca y dobló la cabeza hacia un lado; mirando al muchacho con atención.

—¿Siempre? —dijo casi deletreándolo.

—¡Claro! Nunca falla, por lo menos a mí nunca me ha fallado.

El hombrecillo continuó mirando al muchacho.

—Bien, bien, así que usted dice que este encendedor no falla nunca. ¿Me equivoco?

—Eso es —dijo el muchacho.

Tendría unos diecinueve o veinte años y su rostro, al igual que su nariz, era alargado. No estaba demasiado bronceado y su cara y su pecho estaban completamente llenos de pecas. Tenía el encendedor en la mano derecha, preparado para hacerlo funcionar.

—Nunca falla —dijo sonriendo, porque ahora exageraba su anterior jactancia intencionadamente—, le prometo que nunca falla.

—Un momento, por favor.

La mano que sostenía el cigarro se levantó como si estuviera parando el tráfico.

—Sólo un momento.

Tenía una voz suave y monótona; miraba al muchacho con insistencia.

—¿Qué le parece si hacemos una pequeña apuesta? —le dijo sonriendo—. ¿Apostamos sobre si enciende o no su mechero?

—Apuesto —dijo el chico—. ¿Por qué no?

—¿Le gusta apostar?

—Sí, siempre lo hago.

El hombre hizo una pausa y examinó su puro, y debo confesar que a mí no me gustó su manera de comportarse. Parecía querer sacar algo de todo aquello y avergonzar al muchacho. Al mismo tiempo, creí notar que se guardaba algún secreto para sí.

Miró de nuevo al norteamericano y dijo despacio:

—A mí también me gusta apostar. ¿Por qué no hacemos una buena apuesta sobre esto? Una buena apuesta.

—Oiga, espere un momento —dijo el cadete—. Le apuesto veinticinco centavos o un dólar, o lo que tenga en el bolsillo; algunos chelines, supongo.

El hombrecillo movió su mano de nuevo.

—Escúcheme, nos vamos a divertir: hacemos la apuesta. Luego subimos a mi habitación del hotel al abrigo del viento y le apuesto a que usted no puede encender su encendedor diez veces seguidas sin fallar.

—Le apuesto a que puedo —dijo el muchacho norteamericano.

—De acuerdo, entonces… ¿hacemos la apuesta?

—Bien, le apuesto cinco dólares.

—No, no, hay que hacer una buena apuesta. Yo soy un hombre rico y justo. Ahora, escúcheme. Fuera del hotel está mi coche. Es muy bonito. Es un coche norteamericano, de su país, un Cadillac…

—¡Oiga, oiga, espere un momento! —el chico se recostó en la hamaca y sonrió—. No puedo consentir que apueste eso, es una locura.

—No es una locura. Usted enciende su mechero diez veces y el Cadillac es suyo. Le gustaría tener un Cadillac, ¿verdad?

—Claro que me gustaría tener un Cadillac —el cadete seguía sonriendo.

—De acuerdo, yo apuesto mi Cadillac.

—Y ¿qué apuesto yo? —preguntó el norteamericano.

El hombrecillo quitó cuidadosamente la vitola del cigarro todavía sin encender.

—Yo no le pido, amigo mío, que apueste algo que esté fuera de sus posibilidades. ¿Comprende?

—Entonces, ¿qué puedo apostar?

—Se lo voy a poner fácil. ¿De acuerdo? Tiene que ser algo de lo cual usted pueda desprenderse y que en caso de perderlo no sea motivo de mucha molestia. ¿Le parece bien?

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, el dedo meñique de su mano izquierda.

—¿Mi qué? —el muchacho dejó de reír.

—Sí. ¿Por qué no? Si gana, se queda con mi coche. Si pierde, me quedo con su dedo.

—No le comprendo. ¿Qué quiere decir quedarse con mi dedo?

—Se lo corto.

—¡Rayos y truenos! ¡Eso es una locura! Apuesto un dólar.

El hombrecillo se reclinó en su asiento y se encogió de hombros.

—Bien, bien, bien —dijo—. No lo entiendo. Usted dice que su mechero se enciende, pero no quiere apostar. Entonces, ¿lo olvidamos?

El muchacho se quedó quieto mirando a los bañistas de la piscina. De repente se acordó de que tenía el cigarrillo entre sus dedos. Se lo acercó a los labios, puso las manos alrededor del encendedor y lo prendió. Al momento, apareció una pequeña llama amarillenta. El norteamericano ahuecó las manos de tal forma que el viento no pudiera apagar la llama.

—¿Me lo deja un momento? —le dije.

—¡Oh, perdón! Me olvidé de que usted también tenía el cigarrillo sin encender.

Alargué la mano para coger el encendedor, pero se incorporó y se acercó para darme fuego él mismo.

—Gracias —le dije.

Él volvió a su sitio.

—¿Se divierte? ¿Lo pasa bien? —le pregunté.

—Genial —me contestó—, todo esto es precioso.

Hubo un silencio. Me di cuenta de que el hombrecillo había logrado perturbar al chico con su absurda proposición. Estaba sentado muy quieto, y era evidente que la tensión se iba apoderando de él. Empezó a moverse en su asiento, a rascarse el pecho, a acariciarse la nuca y finalmente puso las manos en las rodillas y empezó a tamborilear con los dedos. Pronto empezó a dar golpecitos con un pie, incómodo y nervioso.

—Bueno, veamos en qué consiste esa apuesta suya —dijo al fin—: Usted dice que vamos a su cuarto y si mi mechero se enciende diez veces seguidas, gano un Cadillac. Si me falla una vez, entonces pierdo el dedo meñique de la mano izquierda. ¿Es eso?

—Exactamente, ésa es la apuesta. Pero creo que está asustado…

—¿Qué hacemos si pierdo? ¿Tendré que sostener mi dedo mientras usted lo corta?

—¡Oh, no! Eso no daría resultado. Podría ser que usted no quisiera darme su dedo. Lo que haríamos es atar una de sus manos a la mesa antes de empezar y yo me pondría a su lado con mi navaja, dispuesto a cortar en el momento en el que su encendedor fallase.

—¿De qué año es el Cadillac? —preguntó el chico.

—Perdón, no le entiendo.

—¿De qué año…, cuánto tiempo hace que tiene usted ese Cadillac?

—¡Oh! ¿Cuánto tiempo? Sí, es del año pasado, está completamente nuevo, pero veo que no es un jugador. Ningún norteamericano lo es.

Hubo una pausa. El muchacho miró primero a la inglesa y luego a mí.

—Sí —dijo de pronto—. Apuesto.

—¡Magnífico! —el hombrecillo juntó las manos por un momento—. ¡Estupendo! Ahora mismo. Y usted, señor —se volvió hacia mí—, ¿será tan amable de hacer de…? ¿Cómo lo llaman ustedes? ¿Árbitro? ¿Juez?

Tenía los ojos muy claros, casi sin color, y sus pupilas eran pequeñas y negras.

—Bueno —titubeé yo—, esto me parece una tontería. No me gusta nada.

—A mí tampoco —dijo la inglesa. Era la primera vez que hablaba—. Considero esta apuesta estúpida y ridícula.

—¿Le cortará de veras el dedo a este chico si pierde? —pregunté yo.

—¡Claro que sí! Y le daré mi Cadillac si gana. Bueno, vamos a mi habitación.

Se levantó.

—¿Quiere vestirse antes? —le preguntó.

—No —contestó el chico—. Iré tal como estoy.

Se volvió hacia mí.

—Consideraría un favor que viniera usted con nosotros y actuara como árbitro.

—Muy bien, iré. Pero no me gusta nada esta apuesta.

—Venga usted también —dijo a la chica—, venga y mire.

El hombrecillo se dirigió por el jardín hacia el hotel. Se le veía animado y excitado y al andar daba más saltitos que nunca.

—Vivo en el anexo —dijo—. ¿Quieren ver primero el coche? Está aquí.

Nos llevó hasta el camino de entrada del hotel y nos señaló un elegante Cadillac verde claro, aparcado cerca de allí.

—Es aquel verde. ¿Le gusta?

—Es un coche precioso —contestó el cadete.

—Muy bien, vamos arriba y veamos si lo gana.

Le seguimos al anexo y subimos las escaleras. Abrió la puerta y entramos en una habitación doble, espaciosa, agradable. Había una bata de mujer a los pies de una de las camas.

—Primero tomaremos un martini —dijo tranquilamente.

Las bebidas estaban en una mesilla, dispuestas para ser mezcladas. Había una coctelera, hielo y muchos vasos. Empezó a preparar el martini. Mientras tanto había hecho sonar la campanilla; se oyeron unos golpecitos en la puerta y apareció una doncella negra.

—¡Ah! —exclamó él dejando la botella de ginebra.

Sacó del bolsillo una cartera y le dio una libra a la doncella.

—Me va a hacer un favor. Quédese con esto. Vamos a hacer un pequeño juego aquí. Necesitaremos tres cosas. Quiero algunos clavos, un martillo y un cuchillo de los que emplean los carniceros. Lo encontrará en la cocina. ¿Podrá conseguirlo?

—¡Un cuchillo de carnicero! —la doncella abrió mucho los ojos y dio una palmada con las manos—. ¿Quiere decir un cuchillo de carnicero de verdad?

—Sí, exactamente. Vamos, por favor, usted puede encontrarme esas cosas.

—Sí, señor, lo intentaré. Haré todo lo posible por conseguir lo que pide.

Después de estas palabras salió de la habitación.

El hombrecillo fue repartiendo los martinis. Los bebimos con ansiedad: el muchacho delgado y pecoso, vestido únicamente con el traje de baño; la chica inglesa, rubia y esbelta, que vestía un bañador azul claro y no dejaba de mirar al muchacho por encima de su vaso; el hombrecillo de ojos claros, con su traje blanco, inmaculado, que miraba a la chica del traje de baño azul claro. Yo no sabía qué hacer. La apuesta iba en serio y el hombre estaba dispuesto a cortar el dedo de su rival en caso de que perdiera. Pero ¡diablos!, ¿y si el chico perdía? Tendríamos que llevarlo urgentemente al hospital en el Cadillac que no habría ganado. Tendría gracia, ¿no es cierto? En mi opinión, no había por qué llegar a ese extremo.

—¿No les parece una apuesta muy tonta? —dije yo.

—Yo creo que es una buena apuesta —contestó el chico.

Ya se había tomado un martini doble.

—Me parece una apuesta estúpida y ridícula —dijo la chica—. ¿Qué pasará si pierdes?

—No importa. Pensándolo un poco, no recuerdo haber usado jamás en mi vida el dedo meñique de mi mano izquierda. Aquí está —el chico se cogió el dedo—. Y todavía no ha hecho nada por mí. ¿Por qué no voy a apostarlo? Yo creo que es una apuesta estupenda.

El hombrecillo sonrió y tomó la coctelera para volver a llenar los vasos.

—Antes de empezar —dijo—, le entregaré al árbitro la llave del vehículo.

Sacó la llave de su bolsillo y me la dio.

—Los papeles de propiedad y del seguro están en el coche —añadió.

La doncella volvió a entrar. En una mano llevaba un cuchillo de los que usan los carniceros para cortar los huesos de la carne, y en la otra, un martillo y una bolsita con clavos.

—¡Magnífico! ¿Lo ha conseguido todo? ¡Gracias, gracias! Ahora puede marcharse.

Esperó a que la doncella cerrara la puerta y entonces puso los objetos en una de las camas y dijo:

—Ahora nos prepararemos nosotros.

Luego se dirigió al muchacho:

—Ayúdeme, por favor, a levantar esta mesa. La vamos a correr un poco.

Era una mesa de escritorio del hotel, una mesa corriente, rectangular, de un metro veinte por noventa, con secante, tinta, plumas y papel. La pusieron en el centro de la habitación y retiraron las cosas de escribir.

—Ahora —dijo— lo que necesitamos es un cordel, una silla y los clavos.

Cogió la silla y la puso junto a la mesa. Estaba tan animado como la persona que organiza los juegos en una fiesta infantil.

—Ahora hay que colocar los clavos.

Los clavó en la mesa con el martillo.

Ni el muchacho ni la chica ni yo nos movimos de donde estábamos. Con nuestros martinis en las manos, observábamos el trabajo del hombrecillo. Le vimos clavar dos clavos en la mesa a quince centímetros de distancia.

No los clavó del todo; dejó que sobresaliera una pequeña parte. Luego comprobó su firmeza con los dedos.

«Cualquiera diría que este tipo ya lo ha hecho antes —pensé yo—. No duda un momento. La mesa, los clavos, el martillo, el cuchillo de cocina. Sabe exactamente lo que necesita y cómo utilizarlo».

—Ahora, el cordel —dijo alargando la mano para cogerlo—. Muy bien, ya estamos listos. Por favor, ¿quiere sentarse? —le dijo al chico.

El muchacho dejó su vaso y se sentó.

—Ahora ponga la mano izquierda entre esos dos clavos para que pueda atársela donde corresponda. Así, muy bien. Bueno, ahora le ataré la mano a la mesa.

Puso el cordel alrededor de la muñeca del chico, luego lo pasó varias veces por la palma de la mano y lo ató fuertemente a los clavos. Hizo un buen trabajo. Cuando hubo terminado, al muchacho le era imposible despegar la mano de la mesa, pero podía mover los dedos.

—Por favor, cierre el puño, excepto el dedo meñique. Tiene que dejar ese dedo estirado sobre la mesa. ¡Excelente! ¡Excelente! Ahora ya estamos dispuestos. Coja el encendedor con su mano derecha; pero ¡espere un momento, por favor!

Fue hacia la cama y cogió el cuchillo. Volvió y se puso junto a la mesa, empuñando con firmeza el arma cortante.

—¿Preparados? —dijo—. Señor árbitro, puede dar la orden de comenzar.

La inglesa estaba de pie con su traje de baño azul claro justo detrás del muchacho, sin decir una palabra. El chico estaba sentado sin moverse, con el encendedor en la mano derecha, mirando el cuchillo. El hombrecillo me miraba.

—¿Está preparado? —le pregunté al muchacho.

—Preparado.

—Y ¿usted? —pregunté al hombrecillo.

—Preparado también.

Levantó el cuchillo al aire y lo colocó a cierta distancia del dedo del chico, dispuesto a cortar. El muchacho le observaba sin mover un músculo del cuerpo. Simplemente alzó las cejas y frunció el ceño.

—Muy bien —dije yo—, empiecen.

El muchacho me hizo una petición antes de comenzar:

—¿Quiere contar en voz alta, por favor, el número de veces que lo enciendo?

—Sí, lo haré.

Con el pulgar levantó la tapa del mechero y con el mismo dedo dio una vuelta a la ruedecita. La piedra chispeó y apareció una llama amarillenta.

—¡Una! —dije yo.

No apagó la llama, sino que colocó la tapa en su sitio y esperó unos segundos antes de volverlo a encender. Dio otra fuerte vuelta a la rueda y de nuevo apareció la pequeña llama al final de la mecha.

—¡Dos!

El silencio era total. El muchacho tenía los ojos puestos en el encendedor. El hombrecillo tenía el cuchillo en el aire y también miraba al encendedor.

—¡Tres!

¡Cuatro!

¡Cinco!

¡Seis!

¡Siete!

Desde luego era un mechero de los que funcionan a la perfección. La piedra chisporroteó y la mecha se encendió. Observé al pulgar bajar la tapa y apagar la llama. Luego, una pausa. El pulgar volvió a subirla otra vez. Era una operación de pulgar, este dedo lo hacía todo. Respiré, dispuesto a decir ocho. El pulgar accionó la rueda, la piedra chispeó y la pequeña llama brilló de nuevo.

—¡Ocho! —dije yo al tiempo que se abría la puerta. Nos volvimos todos a la vez y vimos a una mujer que entraba, una mujer pequeña y de pelo negro, bastante vieja, que estuvo ahí parada durante dos segundos y luego se precipitó gritando:

—¡Carlos, Carlos!

Le agarró la muñeca y le cogió el cuchillo, lo arrojó a la cama, aferró al hombrecillo por las solapas de su traje blanco y lo sacudió vigorosamente, hablando al mismo tiempo deprisa y fuerte en un idioma que parecía español. Lo sacudía tan rápido que no se le podía ver. Se convirtió en una línea difusa y móvil como el radio de una rueda.

Cuando paró y volvimos a ver al pequeño hombrecillo, ella le dio un empujón y lo tiró a una de las camas como si se tratara de un muñeco. Él se sentó en el borde y cerró los ojos, moviendo la cabeza para ver si todavía podía torcer el cuello.

—Lo siento —dijo la mujer—, siento mucho que haya pasado esto.

Hablaba un inglés bastante correcto.

—Es horrible —continuó ella—. Supongo que todo ha ocurrido por mi culpa. Le he dejado solo durante diez minutos para lavarme el pelo y ha vuelto a hacer de las suyas.

Se la veía disgustada y profundamente preocupada.

El muchacho se estaba desatando la mano de la mesa. La inglesa y yo no decíamos ni una palabra.

—Es un serio peligro —dijo la mujer—. Donde nosotros vivimos ha cortado ya cuarenta y siete dedos a diferentes personas y ha perdido once coches. Últimamente le amenazaron con quitarle de en medio. Por eso lo traje aquí.

—Sólo estábamos haciendo una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo desde la cama.

—Supongo que habrá apostado un coche —dijo la mujer.

—Sí —contestó el cadete—, un Cadillac.

—No tiene coche. Ése es el mío, y esto agrava las cosas —dijo ella—, porque apuesta lo que no tiene. Estoy avergonzada y lo siento muchísimo.

Parecía una mujer simpática.

—Bueno —dije yo—, aquí tiene la llave de su coche.

La puse sobre la mesa.

—Sólo estábamos haciendo una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo.

—No le queda nada que apostar —dijo la mujer—, no tiene nada en este mundo, nada. En realidad, yo se lo gané todo hace ya muchos años. Me llevó mucho, mucho tiempo, y fue un trabajo muy duro, pero al final se lo gané todo.

Miró al muchacho y sonrió tristemente. Luego alargó la mano para coger la llave que estaba encima de la mesa.

Todavía ahora recuerdo aquella mano: sólo le quedaba un dedo, además del pulgar.

FIN