Diez minutos
Las 7. El ulular de las palomas torcazas se mezclaba con el ruido de la avenida ahí tan cerca. Arriba después de un estado de duermevela insoportable, el sueño liviano, de vidrio frágil y barato, interrumpido por cualquier nimiedad. Abrió los ojos. Se sacó el antifaz. Se sacó la placa antibruxismo. Se sacó los tapones de silicona para los oídos. Se sacó todo eso aún en posición horizontal. Saludó a la gata que estaba a sus pies. La gata la saludó a su vez parándose sobre su pecho y levantando sus patitas alternativamente -su padre había dicho que así recordaban a su mamá-. Prendió el teléfono -la psiquiatra le había dicho que apagara el teléfono a la noche, ella no sabía si eso no era peor por si le pasaba algo a sus padre en medio de la noche-. Se incorporó lento, no quería levantarse. Se puso las pantuflas. Estiró la mano, abrió la caja, apretó el blister y se tragó la pastilla sin agua. Puso la contraseña del teléfono. Lento bajo uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve escalones que unían el entrepiso con el área principal del monoambiente. Les había dicho y después escrito a los vendedores que por favor audios no, que le enviaran mail con las órdenes de compras y las verificaciones de los datos de Afip de los clientes. Se había dado cuenta de que escuchar los audios infinitos le triplicaba el trabajo. Encima como no estaban en la oficina habían desviado las llamadas de la empresa a su teléfono. Y además habían pagado a Google para salir primeros si alguien buscaba “bombas de agua” y por eso también le llegaban consultas por plomeros o limpieza de piscinas a ella y la empresa era de bombas industriales. Prendió la hornalla de la kitchenette, llenó la pava de agua hasta la mitad y fue al baño. Se sentó en el inodoro. Mientras hacía pis le entraron cincuenta y cinco whatsApps: un buen día de un tipo de tinder que todos los días le decía buen día y después no le decía más nada ni la invitaba a salir ni siquiera le mandaba un meme con un chiste, veinte audios de los vendedores- que no iba a escuchar intentando ponerse firme con los límites que le decía la psiquiatra que tenía que poner para poder salir de su zona de confort, una amiga pasando el parte de su cáncer de mamas que se creía curado, pero después de haber ido a la clínica por dolor abdominal la habían dejado internada y le habían dicho que tenían que biopsiar los ovarios y que no la podía visitar nadie, el ex jefe amante que le decía que siempre ella iba a ser la mujer de su vida, su mamá que se había caído hacía tres días -pero no se lo había dicho para no preocuparla- y le dolía la rodilla cada vez más y no sabía hacer una teleconsulta médica. Le entraron otros tantos mails, todo en el teléfono: tiendas variopintas de electrodomésticos, ofertas de viajes para dentro de tres años -ella pensaba que en tres años, no, en tres no, en uno si sigo así voy a estar muerta y va a ser mejor-, de la Unsam donde había empezado la Maestría en Turismo Sostenible- pobre ilusa, por un momento la psiquiatra le hizo creer que podía ser algo más que una esclava y estudiar algo relacionado con su carrera, si bien no con su trabajo; pero no, terminaba a las 20 y a veces más tarde- tenía que acordarse de hacer la baja así no le seguían cobrando. Se secó con papel higiénico y apretó el botón. Se lavó la cara, el agua estaba fresca, eso le pareció muy bueno. Si fuera posible apagar todo por un par de días nomás. Con la cara húmeda volvió a la kitchenette. Ya estaba el agua del mate. Las 7:10.