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Cotorritas

Por Pablo Carrazana   pjcarrazana@gmail.com 

Comencé a juntar las cosas que encontré en el cuarto. Las agarraba con cuidado y las metía en la caja. Eran como reliquias de una época dorada que comenzaba a escaparse. Estuve un buen rato así. Miraba una y otra vez debajo de la cama, sobre el escritorio, dentro del armario. En cada lugar que buscaba siempre saltaba algo a la vista. Si hasta parecía que con el paso de los años aquellos objetos no habían hecho más que multiplicarse. Shunko daba vueltas a mi alrededor y luego salía disparado por la puerta para después regresar y nuevamente repetir su juego. Estaba inquieto y era su manera de demostrarlo. Yo no había elegido su nombre pero terminé por acostumbrarme a fuerza de insistencia. Me gustaba como sonaba. Parecía una especie de hechizo para protegerme. Alguien me había contado que esa palabra significaba corazón en quechua y ahora que miraba el comportamiento extraño de Shunko tenía un poco más de sentido. Así habíamos comenzado a construir nuestra relación. Si yo estaba nervioso o enojado y levantaba la voz, él dormía plácidamente en su rincón favorito. Pero en cambio si mi ansiedad y mi tristeza eran internas, él comenzaba a actuar desaforado y corría de un lado a otro. Y ahora que estábamos los dos solos en la casa, era una actitud que se repetía constantemente.
Al salir del cuarto casi le piso la cola. Shunko me miró enojado por unos segundos con esos dos ojos amarillos. Siempre había sido más expresivo que yo. Dejé la caja en el comedor y fui a revisar la biblioteca y sus libros. Me puse a mirarlos lentamente, trataba de reconocer por sus colores y tamaños aquellos que había decidido abandonar, aquellos que me había regalado ella. Hurgaba en mi cabeza en búsqueda de sus nombres o el de los autores pero mi memoria fallaba. Con los años uno comienza a olvidar ciertas cosas. La cabeza se deshace de información que parece que jamás se va a volver a necesitar y de repente ahí estás, de pie, a la espera de una palabra que no quiere aparecer y se detiene en la punta de la lengua.
Cuando encontré algunos les hice un lugar en la mesa. Las torres crecían y crecían. Shunko, ahora más tranquilo, los olfateaba, parecía reconocer algún aroma. Yo los tomaba entre mis manos. Miraba la primer hoja como si buscara un secreto escondido entre sus páginas. Por momentos no encontraba nada y sin esperarlo, aparecía esa caligrafía suave, de letras pequeñas. Leía los mensajes pero no lograba traducirlos. O no quería. Busqué más cajas y los guardé. Esos libros irían a parar a alguna biblioteca que los deseara más que yo. El sol de la tarde entraba por el balcón y brillaba sobre los estantes ahora vacíos. Vista así la biblioteca era ridícula. Parecía saqueada. Eran bocas a las que le faltaban dientes. Eran torpes bocas ridículas. Torpes bocas ridículas, repetí en voz alta y Shunko, sentado en la mesa ya sin los libros, me miró. A su lado el paquete de tabaco había sido mordisqueado. Lo eché con el último libro que sostenía en la mano y me asomé al balconcito. Comencé a armarme un cigarrillo. Cuando me dí cuenta que estaba fumando afuera me acordé de un poema. Lo había repetido tantas veces en mi cabeza. Decía algo sobre la costumbre, sobre el hombre como un animal de costumbres. En otro momento no hubiese podido fumar dentro de la casa pero ahora si quería estaba en mi completo derecho. Y sin embargo mis pasos me habían llevado al balcón. Dejé escapar una risita breve, incómoda.
Afuera el domingo transcurría normal. Era un día más, un día como cualquier otro y aún así había algo que fallaba. Algo se había quebrado. La gente que paseaba por la calle sonreía, cada uno metidos en sus planes de fin de semana. Yendo o volviendo, haciendo las compras solos o en pareja, paseando al perro. Pero eso sí, abrigados. El frío comenzaba a sentirse. Era el mejor horario para disfrutar del sol y por suerte no me lo había perdido. Lástima que en poco tiempo comenzaría a oscurecer. Me invadían ganas de quedarme el resto del día ahí, asomado al balcón, como una estatua. Me acordé de ese otro libro (¿por qué únicamente podía pensar en libros?), en donde el protagonista se queda toda una tarde sentado, mirando desde su balcón a la gente que va y que viene. Los observa detenidamente, como si contemplara una pintura, y sin darse cuenta lo alcanza la noche. Pero es una noche amable, una noche de verano, donde los insectos cantan y la gente camina con completa libertad, sin temor de nada. Esa escena siempre me había resultado maravillosa. El poder de la observación, del ojo atento que analiza lo que ve tratando de encontrar pistas en las vidas de personas comunes y corrientes para descubrir su tragedia personal. ¿Qué pasado los perseguiría como una especie de sombra secreta? Quizás lo que me atraía de aquella escena, de ese personaje, era la capacidad de observación. Algo de lo que yo carecía. A mi alrededor las cosas estallaban frente a mis ojos y no sabía darme cuenta.
Terminé el cigarrillo. Todavía faltaba ordenar el baño y la cocina pero no tenía ganas de nada. Shunko ahora dormitaba sobre el sillón. Se había cansado. Únicamente sus orejas se movían con el alboroto de las cotorras sobre el árbol de enfrente. Ahora eran ellas las que estaban inquietas. Chillaban mientras juntaban ramitas para el nido que construían en el árbol. El único árbol verde que quedaba en la cuadra. Los otros ya habían comenzado a perder sus hojas pero este se mantenía firme contra cualquier pronóstico. Las cotorras no paraban de moverse, eran varias. Parecían frutos verdes que bajo el sol brillaban con otro verde más hermoso. Aquella belleza contrastaba con el ruido que hacían. Un chillido constante y monótono que quería invadir la casa. Saltaban de rama en rama. Por momentos sostenían hojas en su pico y parecían pelear. Era un show de la naturaleza armado solamente para mí. ¿En algún momento se dirían algo? Esas cotorritas, ¿eran capaces de hablar? Eran como loros. Si los loros podían hablar, ellas también debían ser capaces de hacerlo. Quizás si tuviesen ese don no estarían tan inquietas, no harían tanto alboroto. Podrían decirse cosas, hacerse recomendaciones, darse instrucciones que les fueran útiles para terminar de armar sus nidos, para resistir el invierno. Pero no. No podían decirse nada. Saqué el celular del bolsillo para corroborar ese dato. Tenía un mensaje que había ignorado toda la mañana y que continuaría así. Encontré lo que necesitaba en una página de internet colorida, infantil. Has de saber que no disponen de cuerdas vocales. Debido a ello, tan solo pueden repetir una serie de sonidos, pero no establecen una conversación, tal y como la concebimos del ser humano. Lo que sí está claro es que los loros imitan muy bien prácticamente lo que escuchan. Guardé el celular y sonreí. Aquella información terminaba con mi duda. No podían hablar, solo imitaban sonidos. Parecía fácil. Imitar. Decir algo de forma hueca, vacía, sin el espesor de las palabras, sin la complejidad del sentido que entraba por los oídos. La palabra y su sentido eran lo que generaba discordia. Al final era mejor volverse una especie de lorito. Repetir y repetir hasta el hartazgo para evitar cualquier clase de malentendido, cualquier inconveniente. Pero las palabras siempre se resistían a ese tratamiento.
Junté fuerzas y fui al baño con otra caja en mis manos. Esto será fácil me dije en voz alta. Pero en el baño los objetos se habían multiplicado. Estaban en mi contra y se vengaban de manera secreta. Hice tripa corazón y traté de terminar con la tarea lo más rápido posible. En mi apuro, el frasco de perfume estalló contra el suelo. Ahora ese aroma me inundaba y me amenazaba al mismo tiempo. Y afuera, desde el balcón las cotorras gritando más fuerte. No lo pude soportar. Salí del baño para cerrar las ventanas y poner algo de música. Necesitaba una canción que me protegiera, que pudiera rescatarme. Recordé el disco de esa banda que no podía escuchar en su compañía. La melodía de guitarras filosas y la voz casi al borde del grito eran lo que precisaba. Quería ver nuevamente esa tapa hermosa donde cuatro hombres miraban hacia el cielo, desafiando algo invisible, a la espera de una amenaza. ¿Dónde lo había escondido? Busqué por el cuarto pero no apareció. Miré otra vez debajo de la cama, revolví el escritorio, pero tampoco estaba ahí. Lo que sí encontré fueron más objetos, objetos olvidados, objetos que habían escapado a mi primera inspección pero que ahora ya no lo harían más. Agarré las cosas como pude. Lancé una última mirada al cuarto. Un templo en ruinas, saqueado. El espejo de pie, al costado de la cama, me devolvió la imagen extraña de mi cuerpo sosteniendo aquellas cosas, maniobrando para que nada cayera al suelo. Mi cuerpo alto contrastaba con el montón de objetos apilados en mis brazos. Era un ladrón de mí mismo, hacía el ridículo mientras sostenía pedacitos de mi alma que se escondían para no desaparecer. Y en el reflejo lo ví, oculto en un rincón, el disco con las palabras en rojo y en azul, el nombre de la banda. No lo pensé más y abrí los brazos para dejar que las cosas cayeran al piso. No me importaba si algo se rompía, no me importaba tener que limpiar otra vez. Ya no me importaba nada. Me agaché a buscarlo pero la alegría fue fugaz. En el espejo veía otra vez mi imagen que ahora era la de un gigante herido, recostado sobre el suelo. Y a su alrededor el desastre, objetos quebrados, desparramados. Me quedé un rato así. Cerré los ojos y escuché otra vez a las cotorras que gritaban con más fuerza. Aquel ruido no quería apagarse. Invadía la casa y cada uno de sus espacios mientras yo perdía mi batalla. No me quedaban más fuerzas para levantarme y simplemente me dediqué a escucharlas, recostado donde estaba. Ya no podía dejar de oírlas, eran como pensamientos que rebotaban dentro de mi cabeza. Recostado en el suelo, suspiré hondo como si quisiera robarme todo el aire del cuarto y de la casa. Ojalá no estén discutiendo, me dije. Ojalá no les pase lo mismo que a mí y, sin palabras, puedan ser capaces de entenderse.