Las lágrimas del mundo son inmutables.
Por cada uno que empieza a llorar,
en otra parte hay otro que cesa de hacerlo.
SAMUEL BECKETT. Esperando a Godot.
El neorrealismo italiano ingresó a mi vida en formato VHS. Una mañana leí en el rótulo de la caja de plástico (la que contenía el casete) que decía «Ladrón de bicicletas». Le pregunté a mi madre si la podía ver y me contestó que sí, con todos, más tarde. Con la videocasetera encendida, yo me encargaba de ponerle PLAY, sin embargo, nunca supe que estaba por ver un drama clásico del cine dirigido por el gran Vittorio de Sica.
Durante toda la película sentí una fuerte desazón y fue el puntapié inicial para que me volcara por narrativas simples, directas, a la vez que amé la profundidad de los sentimientos de estos personajes. La trama consistía, así, a modo enflaquecido: en un trabajador, que en medio de una crisis en todos los sentidos luego de la segunda posguerra, consigue empleo pegando carteles en la vía pública. Y en una de estas jornadas laborales ve como le roban su medio de transporte, su bicicleta. El film se desarrolla en la peripecia por encontrarla con desesperación y paciencia. Se basa en la exasperación con que atraviesa una cadena de obstáculos sin conseguir resultados positivos.
Yo deseaba que le devolvieran la bici. Podía compartir su angustia y lágrimas porque en el momento en que vi esta película, lejos de compararme con el neorrealismo cinematográfico, mi obsesión también tenía un manubrio y dos ruedas. No tengo bien claro si era para festejar el día del niño o navidad, pero la Confitería Álvaro sorteaba un rodado para críos y lo mostraba esplendorosa en su vidriera. Advertí de ella, cuando fuimos con mi papá a comprar pan por la mañana y ahí me enamoré. Siempre detrás de ese vidrio había novedades, como por ejemplo para pascuas, inmensos huevos se ordenaban a la vista. O una canasta descomunal con todos sus productos para cualquier fecha celebratoria. En fin, esta bici era roja, con tiritas como de regalo a los costados del manubrio, con luces, de tanto mirarla hasta llegue a darme cuenta de que las ruedas conservaban como unos pelitos (hoy los llamados vent spews) que indicaban su impecable estado de “nuevo”. Con impaciencia le pregunté a mi padre qué hacía ahí exhibiéndose y qué había que hacer para llevársela:
—Con un sorteo, ya compré unos números.
Con esa respuesta empezó a escalar mi ilusión.
Existía para ella. Existía pensando en ella. En donde ubicarla dentro del departamento. En las calles que recorreríamos (aunque no sabía andar, creo para esos años, nunca me subí a una) y lo que más me gustaba era que poseía una botella para colocarla en el cuerpo de la bici. Con ese detalle me consideraba inmensa, más aún, invencible. Buscaba excusas para ir a todos lados con mis padres, tías, abuela y más pretextos para pasar por la Avenida Federico Lacroze donde quedaba la entrada de la confitería.
Recuerdo ir corriendo esos escasos metros cuando estábamos a media cuadra y contemplarla dejando las huellas de mis dedos plasmados en el vidrio. Tan bella me parecía. Que esperar el sorteo, solo lo veía como un mero trámite.
La Confitería Álvaro era colosal. Adelante se situaba la panadería, con su salón de ventas. Se ingresaba por medio de unas puertas giratorias y bien lejos se visualizaba el mostrador. Los laterales estaban rodeados de panificados, pan, claro está, medialunas, sus infaltables bolas de fraile. Atrás se ubicaba el horno con la planta de elaboración. Y en la parte de arriba, en el primer piso, el clásico salón de fiestas. Sin duda, »Álvaro», como le decían en mi casa, este comercio de los hermanos españoles fue toda una insignia en ese radio donde yo vivía.
La espera hasta el sorteo me pareció una eternidad. Incluso les pedí a mis familiares que moraban por la zona que compraran un número o a vecinos cercanos –y buena onda-que hicieran lo mismo. Con mi abuela tocábamos el timbre, nos hacían pasar y ahí mis primeras escenas teatrales: le suplicaba con las rodillas sobre el suelo que compraran un numerito, que »por favor» y hasta un llanto medio ahogado se me escapaba. Lo mismo con algunos comerciantes de barrio, como »Carlitos» del almacén sobre la calle Aguilar.
Mi padre me explicaba que podía ser que ganemos como no, que el azar y las probabilidades y no sé cuantas evasivas más. No me afectaba. Yo pujaría por lograrlo.
Y cada día la misma cantinela. Preguntarle a mi papá cuanto faltaba para el gran día. Llegamos a tachar los días que pasaban en el calendario. Lo siento similar a las fechas restantes para armar el arbolito de navidad. Él trataba de no ilusionarme, pero a la par me llenaba un tanque con ilusiones, visiones tan reales que para mi corta edad presentía que esa bici era mía. Tanto que salía por las puertas giratorias, con un pedacito de pan francés en la mano y le preguntaba donde la usaríamos por primera vez, ¿en la vereda de Teodoro García, adonde quedaba nuestro departamento?, ¿en alguna plaza de la zona?
En medio de tanto delirio e imágenes alimentadas por mi mente creativa, una mañana de sábado, cerca de las nueve, me levantó mi papá con la noticia de que la panadería explotaba de gente porque hoy era el día del sorteo.
—No pude ni entrar a comprar pan. ¡Lleno!, ¡abarrotado, estaba! Solo me dijeron que a las cinco sorteaban la bici.
El día transcurrió sin sobresaltos. Con una fuerte ansiedad en el pecho y la garganta. No pude almorzar y me amenazaban que si no lo hacía no podía ir a la rifa. Entonces hice la mímica de tragar, revolviendo un poco los alimentos de acá para allá. Luego jugué sin ganas, yo estaba convencida de que nos adjudicabamos el premio, aunque un poco de incertidumbre maliciosa me emponzoñaba las ideas.
Quince minutos antes del sorteo lográbamos ingresar al local. Una muchedumbre se reunió a la espera de que develaran ese bendito número. Estábamos por la mitad de la panadería con esos ínfimos papelitos en las manos. Teníamos varios porque eran los nuestros, los de mis tías y algunas vecinas solidarias.
Observaba cada número, los doblaba por la mitad, exacta, para hacer tiempo. Y a las cinco exactas, nos pidieron silencio. Agradecieron la convocatoria y sin preámbulos apoyaron sobre el mostrador mi suerte o desgracia.
De un bolillero repleto de pequeñas bolitas con números, uno de los dueños de la panadería lo hacía girar y girar. En esas pelotitas que veía rodar con violencia, mi deseo también bailaba. Mi sueño, el vínculo con mi padre. Las mañanas o tardes en que andaríamos en dos ruedas. Mis noches sin dormir fantaseando este momento. Experimenté tantos nervios que oculté mi cara en una pierna de mi papá. Mis yemas de los dedos reconocieron la tela de mezclilla del pantalón; cerré muy fuerte los ojos olvidándome que escuchaba todo.
El bolillero se detuvo.
Un minuto es mucho tiempo repite una canción de una banda de rock marplatense. En este caso, un segundo es un mundo.
Un silencio espantoso reinó en un santiamén. Mi voz interior repetía esa docena de cifras, como un alivio, como una protección al tiempo que buscaba acallar esos murmullos mentales y se pulverizaron cuando uno de los dueños indicó:
—¡A ver, a ver… ! El número ganador es…
Al enterarme del ganador, abrí los ojos y me despegué de mi papá.
Si gané o no, no es lo que quiero relatar. Y lo dejaré libre para que todo aquel lector introduzca el final que ansíe. A veces, estas son las ventajas que tiene la ficción y la justicia de ser quien escribe. No obstante, sí recuerdo que al igual que la película que hablé al principio, que termina con padre e hijo yéndose a casa mientras cae la noche en Roma. Salimos con mi padre por la puerta giratoria y encaramos por Conesa, hasta llegar a Teodoro García, ya que la noche en Colegiales se desplegaba sin apuro.