Hace poco me mudé a esta casa.
Las paredes están tan blancas que me asustan un poco.
No conozco mucho este barrio, por lo que tendré que fijarme dónde conseguir una ferretería abierta a esta hora.
Es la hora de la siesta, por lo menos en mi pueblo eso se respeta demasiado.
Pero ésto es la ciudad, acá no se duerme jamás.
A eso también me voy a tener que acostumbrar, como a estás paredes blancas que me dejan prisionero de mi soledad.
La ferretería está acá nomás, a tres cuadras de la casa.
Está ferretería es demasiado grande y no entiendo muy bien quién me puede atender.
Ésto en mi pueblo no sucede, allí Don Carlos siempre sabía lo que querías llevar con solo verte «ya sé no me digas nada, viniste por esos clavos que siempre se te pierden» solía decirme cada vez que entraba en su local.
Y sí, tenía razón. Siempre se me pierden los clavos, es un gran misterio que hasta el día de hoy no pude resolver.
Ahora estoy acá en este lugar gigante, sacando un numerito para que me atiendan y a ver si adivinan lo que quiero comprar.
Por supuesto que son clavos ¿qué otra cosa más podría comprar?
-Buenos días señor ¿en qué lo puedo ayudar?— expresó una señorita de pelo largo recogido y metido adentro de una gorra de color azul con la estampa del nombre del negocio «Ferretería Manolo» decía, pero Manolo no estaba. Ni siquiera sabemos si existe ese tal Manolo.
La quedé mirando con entusiasmo a ver si adivinaría lo que iba a comprar, pero fue una total pérdida de tiempo porque jamás me miró a los ojos.
En ese momento no pude evitar recordar que ya no estaba en mi pueblo.
–Buen día señorita, Laura. ¿Laura es su nombre, verdad? por lo menos eso dice la etiqueta que tiene pegada en su camisa blanca.— le dije queriendo entablar algún tipo de vínculo más cercano para no sentirme tan solo.
-Así es señor. Ese es mi nombre. ¿Qué necesita?— volvió a preguntar, pero está vez con menos paciencia y la mirada esquiva y molesta.
-Esta bien, entiendo. Necesito unos clavos, muchos clavos porque siempre se me pierden ¿sabía eso?— volví a intentar acercarme a Laura, pero no había forma, a ella no le interesaba saber porque siempre se me pierden esos malditos clavos.
-Ya se los traigo señor. Mientras tanto pase por la caja así se los cobran— me despachó de inmediato sin dejar lugar a que pueda seguir intentando ser su amigo.
Pasé por la caja, saqué un billete de mil pesos y se los dí a otra señorita. Está vez la verdad es que ni siquiera quise verla ¿Para qué? Si en ese lugar nadie quería mi amistad.
Agarré la bolsita con clavos y me fui a casa.
Cabizbajo, nostálgico y confundido, no podía entender cómo podía hacer nuevos amigos en esta ciudad.
Acá a nadie le importa saber porqué siempre se me pierden estos malditos clavos.
Entré a casa y me propuse colgar el cuadro de colores vivos en el medio de la sala.
Tomé el martillo, uno de los clavos del montón en la bolsita y empecé darle con todo. Golpes fuertes y firmes sobre la pequeña cabecita de aquel desconocido clavo.
«Este clavo no es igual al de mi pueblo» pensé, y eso me puso triste.
Este clavo no se dobla y se sostiene firme, no necesito probar con otros ni insistir demasiado a qué quede perfectamente perforado en la pared.
Tal vez sea la pared, no lo sé.
Colgué el cuadro, lo miré por un rato y quedó perfecto. Este clavo es el indicado.
No hay otro clavo que pueda sostener a ese cuadro con tanta fuerza y vigor.
Creo que está vez voy a guardar la bolsita con clavos en un lugar que pueda recordar y no olvidar.
Porque un clavo así, no es tan fácil de encontrar.