Visitábamos a la tía Lucía dos o tres veces por año porque ella vivía a 300 kilómetros de la ciudad, en un pueblo rural. La tía no era mala, pero tampoco buena. No era vieja, pero tampoco joven. La tía era una persona bastante misteriosa para mí. Hablaba poco y siempre estaba sola. Su única ocupación era mantener su casa de campo reluciente. No nos dejaba entrar con calzado (nos hacía usar unos «patines» que más bien me parecían un pedazo de trapo). En la casa de la tía reinaba la limpieza y la pulcritud. Todo era blanco, todo estaba reluciente y todo olía a lavanda recién cortada del jardín. Siempre que llegábamos, la tía se ocupaba de cubrir sillas y sillones con fundas de cuerina (blanca obviamente) -por si la nena tiene las manos sucias- le decía la tía a mamá con una falsa sonrisa.
Ella no tenía hijos, ni amigas, ni nada. Rara la tía. Yo la quería porque mamá me había dicho que la tía era así y así había que aceptarla y quererla. Me las rebuscaba para divertirme esos pocos fines de semana que pasábamos en su casa. Caminar por el campo descubriendo plantas y flores que no existían en mí barrio, montar algún caballo con la ayuda de papá, remontar un barrilete…esas cosas me gustaban del campo…
Una de las actividades que más disfrutaba de esos días era dibujar. En mi cuadernito de ilustraciones, que llevaba siempre conmigo, con mis fibras de colores, reflejaba todas las plantas, flores y animales de aquel pueblito tan tranquilo y silencioso.
Habían pasado solo dos días de la vez que, por primera vez, usé todos los dedos de mí mano derecha para indicar mi edad. Quería volver pronto a mi ciudad porque a la vuelta, festejaríamos mi cumpleaños con amigas y amigos…Eso sí iba a estar divertido.
Una mañana, entre tortas fritas y mates, mientras dibujaba unos girasoles inspirándome en la siembra del campo vecino, la tía, que nunca me prestaba atención, me dijo – ¡Qué lindo dibujás! Me tenés que hacer un dibujito. Eso fue lo más tierno (y casi lo único) que la tía me dijo en toda mi estadía.
Llegó el domingo, día en que retornaríamos a Buenos Aires. El asado de despedida que prepararon en el quincho, en el espacio trasero de la casa, fue de lo más aburrido que presencié en mí vida. Mamá, papá, la tía y yo. Creo que dormir una siesta de siete días mehubiera resultado más entretenido.
Mientras ellos tres se quedaron charlando en lo que llamaban » la sobremesa» decidí entrar a la casa y buscar mi cuadernito de dibujos para retratar a una mamá tero y sus hijos teritos, quienes nos habían acompañado durante el almuerzo, a unos metros de distancia.
Mala noticia. En mi cuaderno ya no quedaban hojas…
Recordé lo que me dijo la tía aquella mañana, eso de que quería que le hiciera un dibujito. Pensé que sería un lindo gesto de mi parte cumplir con su pedido. Además la vi… vi esa pared tan blanca, tan lisa, tan reluciente, tan amplia, tan lista para convertirse en un lindo paisaje…
Feliz por mi gran idea, tomé todas mis fibras de colores y comencé… dibujé árboles, flores, mamá tero, teritos, los girasoles del vecino, las lavandas del jardín, caballos, barriletes, nubes, sol…un paisaje de los más bellos que había dibujado en toda mi vida.
Para finalizar y para que la tía supiera quién le había preparado esa sorpresa, escribí en el vértice izquierdo e inferior de la pared, con mí torpe imprenta mayúscula: MICA
El color de mi dibujo iluminó esa casa tan pálida. Amé mi obra de arte.
Mientras miraba embelesada mi mural, entraron por la puerta trasera mamá y la tía.
Las miré, orgullosa de mí misma, inflando el pecho de amor propio.
Las dejé sin palabras, no me pudieron decir absolutamente nada. Igualmente, yo me di cuenta de que el dibujo les gustó, porque a ambas, los ojos se le llenaron de lágrimas de emoción.
Creo, que se emocionaron…