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Tiernamente adorables

Por F. Scott Fitzgerald

¡Ah, mi Chico Lindo, tan divino lector de Platón! ¡Ah, oscuro, leal, campeón de golf de los negros de Chicago! Siguiendo la vía se adentra en la noche, camarero del vagón restaurante, para, más tarde, entre el humo que enturbian una única lámpara y el olor rancio de las escupideras, escribir a la Costa Oeste, a la Hermandad de los Rosacruz. Siempre a la busca.
Ah, Chico Lindo, aquí tienes a tu chica, no hay nadie que llegue más alto que tú, salvo una afilada serpiente veloz que tan rápida como tú recorrerá la tierra y te protegerá desde el cielo.
Lilymary lo quería, lo convidaba a menudo y se habían casado en la iglesia de Saint Jarvis, al norte de Englewood. Durante años prosperaron, superando las rutinas de su raza, haciéndose un poco más viejos pero no mejores que antes. La mujer del director de publicidad de un periódico de Chicago le había prestado el Manifiesto Comunista, aunque prefería a Platón, el Fedón y la Apología, o la propaganda de la Hermandad de los Rosacruz de Sacramento, en California, que le zumbaba en los oídos mientras los raíles trepidaban y crujían al pasar de noche por Alton, Springfield y Burlington.
Amantes de bronce, nunca jamás tendréis un niño de bronce, o así pareció durante años. Entonces llegó la hora, el gong sonó y el doctor Edwin Burch, de la avenida de Michigan, se prestó a solucionar el problema a cambio de doscientos dólares. Eran tan agradables, tan delicadamente agradables, que ninguno ofendió jamás al otro, elegantemente hábiles para evitar las ocasiones. Chico Lindo se preocupó mucho por ella durante el embarazo: le pagó a su hermana para que la cuidara mientras él trabajaba por partida doble en el ferrocarril y en la ciudad como camarero en comidas y fiestas particulares. Y un día el niño de bronce nació.
Ah, Chico Lindo, dijo Lilymary, aquí tienes a tu chico lindo. Compartía en el hospital una habitación de cuatro camas con las mujeres de un boxeador, el dueño de una funeraria y un médico. La cara de Chico Lindo se iluminó de tal forma, y sus dientes brillaban tanto mientras sonreía, y había en su mirada tanta bondad, que parecía que nada ni nadie podría…
Chico Lindo se sentó junto a la cama mientras Lilymary dormía, y se puso a leer el Walden de Thoreau por tercera vez. Entonces la enfermera le dijo que tenía que irse. Volvió al tren aquella noche y en Alton, al ir a echar al correo la carta de un pasajero, resbaló y cayó bajo el tren en marcha, que le cortó una pierna por encima de la rodilla.
Chico Lindo pasó un año en el hospital. Lilymary volvió a trabajar como cocinera. Las cosas no iban bien, incluso tuvo problemas con la indemnización, pero siempre encontraba en sus libros alguna frase que los animaba un poco cuando todos los seres humanos parecían estar en contra.
El niño creció rápidamente pero no era tan hermoso como sus padres; no tanto como habían imaginado en sus sueños dorados. Solo podían demostrarle el cariño de las horas libres, así que la hermana fue haciéndose cargo del niño poco a poco, cada día más. Y ellos querían volver a ser lo que fueron, y querían que la pierna de Chico Lindo creciera de nuevo, para que todo volviera a ser como antes. Así descubriría otra vez el placer de los libros, y Lilymary descubriría el placer de esperar un niño.
Pasaron los años. Se habían dejado llevar de tal modo por la rutina, que ya no había remedio. Ahora Chico Lindo era vigilante nocturno, pero había sufrido seis operaciones en el muñón y todas las prótesis le dolían. Lilymary trabajaba incansablemente de cocinera. Ya se habían convertido en personas vulgares. Incluso la hermana había olvidado hacía mucho que Chico Lindo fue una vez campeón de golf de los negros de Chicago, y un día, limpiando, tiró todos los libros, la Apología y el Fedón de Platón, y las obras de Thoreau y Emerson y todos los folletos y la correspondencia de la Hermandad de los Rosacruz. Chico Lindo tardó en darse cuenta de que los libros habían desaparecido. Y entonces se limitó a clavar la vista en el rincón donde habían estado, y dijo: «Qué barbaridad, chico… Qué barbaridad».
Porque las cosas cambian y llegan a ser tan distintas que apenas podemos reconocerlas y parece que solo nuestros nombres siguen siendo los mismos: no tenía sentido que se siguieran llamando Chico Lindo y Lilymary cuando hacía tanto tiempo que el placer había desaparecido.
A los pocos años los dos murieron en una epidemia de gripe y fueron al cielo. Creían que a partir de entonces todo iría bien, y, es verdad, las cosas empezaron a ser exactamente como les habían contado de niños. Volvió a crecerle la pierna a Chico Lindo, que llegó a ser campeón absoluto del cielo, de los blancos y de los negros, y lanzaba con fuerza la pelota de nube en nube a través de los celestes campos de golf. Los pechos de Lilymary se hicieron firmes y jóvenes. Merecía el respeto de los otros ángeles y volvió a estar tan orgullosa como antes de su Chico Lindo.
Se sentaban al atardecer e intentaban recordar lo que echaban de menos. No eran los libros, pues allí todo el mundo sabía todas las cosas de memoria, ni era el niño, pues nunca había sido realmente suyo.
No podían recordar, así que, tras un periodo de perplejidad, renunciaron a los recuerdos, y hablaban de lo maravilloso que era el otro, o de las victorias que Chico Lindo conseguiría al día siguiente.
Y así van las cosas.

FIN