El viento
Sueña un sueño despierto, en su triste vida. Quisiera encontrar la manera de rectificarse y volver a ella. Pero no pudo con lo que traía de su otra vida, y no tuvo otro remedio, más que abrirle la puerta, para que ella se fuera.
Cuando la cerró, sin querer, casi sin darse cuenta, cerró su vida entre cuatro paredes. No más, cuatro y denigrantes paredes, que el ahora encuentra descascaradas, sucias desgastadas.
Se dio a la bebida, encerró en su botella de vidrio, las lágrimas no lloradas por ella.
Ese llanto solitario y desgarrador lo tapó con alcohol, tocando como loco, su piano viejo de cola de su abuelo.
Son esas sinfonías, que hizo con sus recuerdos, esos que le permiten todavía, siendo ya viejo, tenerla a ella a su lado.
En esas cuatro paredes, hay un espejo, un ropero, una mesita de luz gastada, y un pañuelo sobre ella.
Es el pañuelo de Lucía, la reliquia de su amor, hecho retazo de tela, en su adiós.
Él bebe hasta casi quedar inconsciente, y allí poder verla. De pronto estando en el piso, sin poder moverse ahí la ve. Está parada junto a él, tan bella, tan joven… A él se le cae unas lágrimas, ella se arrodilla junto a su cuerpo y con ese pañuelo, carcomido por el tiempo, que el guarda con esmero, le seca sus lágrimas.
Repite borracho: “Ya no puedo, llévame a dónde tu vives. Déjame ver tus jardines y pasear entre los árboles, como solíamos hacer. Ya no vivo, me cuesta soñarte, recordarte. Sino fuera por este alcohol que llevo en mi sangre, no te vería. Ya van cincuenta años que te fuiste, con mi hijo en tu vientre”
Lucía lo mira, lo abraza, recoge su pañuelo, le sonríe diciéndole: “Francisco, ya no es el alcohol. No es el calor avasallador en una noche de verano, no es un sueño pagano. Esta vez, soy yo la que está aquí a tu lado. No es una revelación, es el destino que te dejó en libertad. No es el principio ni el final es otro comenzar”
La puerta fue abierta por el viento, las teclas sonaron. Y el pañuelo carcomido desapareció en esa noche de invierno.