Puedo decir que de este libro no recuerdo casi nada de su historia y sus personajes. Sin embargo, el sentimiento que me ha generado cuando lo leí ha quedado impregnado en mí para siempre. Además, guió mis lecturas siguientes y condenó -si desea énfasis- mis pensamientos futuros.
Los libros -la buena literatura- forjan y provocan eso en los lectores: prescindir de la historia, de los nombres propios; como si el libro pasase cual fruta por exprimidor, donde queda la pulpa y el jugo sale para volver a entrar aunque ahora en el cuerpo; el libro actúa de forma similar: entra en nosotros sin reparos, queda allí, habita, se establece, estaciona.
Volviendo sobre El sol que declina (1947) -ahora publicado como El declive por Sajalín Editores- lo leí cuando tenía 21 años, es decir, hace 8 años. Aunque parezca un número cercano, de ahí a la fecha han pasado muchos libros, excelentes obras, aunque muy pocas me han dejado a una altura vertiginosa, tambaleando entre dos maderas podridas como este.
Podría haber nombrado Indigno de ser humano (1948) que también lo leí inmediatamente después y es considerada su obra cumbre, pero me parece que en El sol que declina el escritor japonés consigue ofrecer algo más de luz sobre la tragedia, es decir, no sólo el salto como en su obra de 1948, sino también el precipicio: lo de adelante, lo antes, lo que no sé si aún quiero ver o saber.
El nombre del libro (斜陽 / shayō / puesta de sol, declinante) nos predispone a lo que le sucede a esta familia aristocrática japonesa conformada por Kazuko, su hermano Naoji, y la madre de ambos; aunque también indicará el camino que tomará el escritor: Osamu Dazai se suicidó (después de al menos tres intentos fallidos) al año siguiente, en el mejor momento de su carrera literaria. Tenía 38 años.
Con Osamu Dazai es imposible separar la obra escrita con la vida que llevó. Expuso su propio derrumbe ante la literatura y la mayoría de su obra tiene, para mí, una profunda estética de la tristeza. Sí, una tristeza bellísima, cruda como ninguna, cercana a un pincel que dibuja en el óleo una laguna distante, verde clara, profunda, ahogándose en sí misma.
Vuelvo sobre el hecho de no recordar nada de la historia de un libro y lo importante de que así sea. Esperen, me contradigo rápidamente: no es que la historia no tenga peso, interés o no sea de importancia, es claro que la historia es importante, pero no es el fin último del libro: ellos no se definen por sus historias, por su estructura o cuantas palabras utiliza. En esto último, ya tenemos un ganador: el diccionario. Pareciera que con leerlo alcanzaría, pero no es así. La literatura no tiene necesidad (en principio, de nada) de darnos información sobre algo, es decir, la literatura no busca enseñar, sino más bien circula por otro lado que es, en definitiva, la poética: en resumidas cuentas, un estado de ánimo, de emoción, de afecto, de silencio ante la perturbación o al revés, de perturbación ante el silencio.
Aún sin recordar los hechos trágicos de esta familia, pensar en este libro es pensar lo anterior: una invasión de caídas, múltiples, estruendosas y envueltas en un mutismo abrumador, de cuerpos flotando en aguas turbias, de tantas personas, hombres, mujeres, niños y niñas que se pierden en la oscuridad.
Los libros van quedando en uno, conforman una parte más de la piel, de los ojos, de las manos, de algún gesto extraño que hacemos cuando hablamos con un hermano que vuelve y lo considerábamos perdido, cuando le preparamos el té a una madre, cuando nos mudamos del campo a la ciudad, cuando todo parece nublarse por la bruma total de la desesperación.
Osamu Dazai nos regala eso: el precipicio y el salto.
Es nuestra responsabilidad saber dónde y cómo.
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