Por Ijiel David Bonino
27 octubre, 2024
Compartimos un análisis sobre la obra de Fernando Pessoa, poeta portugués. Una reflexión sobre el caracter metáfisico de su poesía y la noción de identidad.
“Y la conciencia de que la metafísica
es una consecuencia de estar indispuesto”
En Fernando Pessoa, su heteronimia, se confunde con su persona.
El apellido Pessoa remite en latín al concepto “persona”, que significa “máscara” o “personaje”. El autor portugués hizo de su vida y de su obra un entramado indisoluble. ¿Quién es el alter ego de quién en este andamiaje de intrigas, donde la metástasis de la identidad personal se ramifica sin punto de anclaje? Antonio Tabucci en Un baúl lleno de gente advierte que: “ Se tiene la sospecha de que Pessoa no existió nunca, que es la invención de un cierto Fernando Pessoa, un homónimo suyo, alter ego de ese torbellino sin aliento de personajes que con Fernando Pessoa compartió las modestas pensiones lisboetas…”
En su estudio sobre la “identidad” Clement Rosset vuelve a poner en tela de juicio la existencia de un “yo” substancial igual a sí mismo a lo largo del tiempo: “Yo no soy otro, jamás soy otro, eso es lo que afirma la conciencia común, en contra de la afirmación de Rimbaud en Una temporada en el infierno (“Yo es otro”)”. ¿Desde qué nicho proclamamos la existencia de una identidad personal?
¿Será la heteronimia la “tragedia de una realidad psicológica escindida”, tal como la definiría la poeta italiana Andrea Zanzoto, en una entrevista concedida a Antonio Tabucci incluida en Un baúl lleno de gente?
En una Carta dirigida al poeta Adolfo Casais Montero el 13 de enero de 1935, pocos meses antes de su muerte, Pessoa define la gestación de su multiplicidad:
“El origen mental de mis heterónimos está en mi tendencia orgánica y constante a la despersonalización y la simulación. Felizmente estos fenómenos no se manifiestan en mi vida práctica ni en mi relación con la gente: estallan hacia adentro y sólo yo los vivo” Más adelante agrega “Desde niño fui propenso a crear a mi alrededor un mundo ficticio, a rodearme de amigos y conocidos que nunca existieron (no sé, entendámonos, si no existieron o si soy yo quien no existe (…)”.
Pessoa intuyó que estamos lejos de nosotros mismo. Esa lejanía es la única metafísica identitaria posible. Soares proclama: “Feliz de quien abdica de su personalidad a través de la imaginación, y se deleita en la contemplación de las vidas ajenas, viviendo, no todas la impresiones, sino el espectáculo externo de todas las impresiones ajenas. Feliz, por fin, aquel que abdica de todo, y a quien puesto que abdicó de todo, nada le puede ser arrebatado o disminuido”.”
En este horizonte, el razonamiento que Clement Rosset delinea en el capítulo El embrujo del yo, nos imponepreguntarnos qué designamos cuando decimos “identidad personal”. Espectro y fantasma de un “yo” evanescente. En esta oportunidad será Álvaro de Campos quien en Tabaquería, confiesa:
“Hice de mi lo que no supe,
y lo que podía hacer de mí no lo hice.
El disfraz que vestí era equivocado.
Me tomaron luego por quien no era y no desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme la máscara,
estaba pegada a la cara.
Cuando la tiré y me vi en el espejo,
ya había envejecido.
Estaba ebrio, ya no sabía vestir el disfraz que no había tirado”.
“Drama en gente”, no drama en acto, donde la proliferación de un “yo” personal se atomiza hasta alcanzar proporciones filosóficas y estéticas. Donde “la mismidad” es el resultado de una apertura indefinida. Un gesto hacia la escritura que se vuelve absoluto. “Lejos de mí”. La letra no subsume la vida propia, se integra en una retórica especular en la cual detrás de las infinitas máscaras no hay rostro posible. En una de sus cartas a João Gaspar Simões, uno de los directores de la revista Presença fechada el 11 de diciembre de 1931: “El punto central de mi personalidad como artista es que soy un poeta dramático; tengo, continuamente, en todo cuanto escribo, la exaltación íntima del poeta y la despersonalización del dramaturgo (…) Sepa que, como poeta, siento; que, como poeta dramático (sin poeta), traspaso automáticamente lo que siento a una expresión ajena a lo que sentí, construyendo en la emoción a una persona inexistente que la sintiese verdaderamente, y por eso sintiese, en derivación, otras emociones que yo, puntualmente yo, me olvidé de sentir”.
Bernardo Soares reflexiona:
“Yo mismo no sé si este yo, que expongo ante ustedes, a lo largo de estas páginas zigzagueantes, realmente existe o es, tan sólo un concepto estético y falso que hice de mí mismo. Sí, es así. Me vivo estéticamente en otro. Esculpí mi vida como una estatua de materia ajena a mí ser. A veces, de tan exterior a mí que me vuelvo y de puro no haber empleado sino artísticamente mi conciencia de mí mismo, no me reconozco. ¿Quién soy yo por detrás de esa irrealidad? No lo sé. Debo ser alguien. Y si trato de no vivir, actuar, sentir, es – créanmelo – para no alterar las líneas ya trazadas de mi personalidad supuesta”.
Según hace constar Luis Gruss en Lo inalcanzable, en un libro publicado en Portugal O Caso Clínico de Fernando Pessoa, se registran los diagnósticos disímiles emitidos por los médicos Saraiva y Duarte Santos. Gruss afirma que para este último el escritor era un “paranoico”. En tanto para Saravia Pessoa padecía de esquizofrenia, fobia y megalomanía. En Lo inalcanzable leemos: “El médico se sorprende al enterarse que Pessoa se escondía bajo las mesas del café Martinho da Arcada en los días de tormenta: tenía impulsos repentinos y extraños – escribió en su detallado informe-. Zigzagueaba ebrio por las calles o fingía(el subrayado es nuestro) que buscaba cosas en el suelo. Nadie debe olvidar que él mismo pidió ser internado en un manicomio… ¿Alguien puede dudar que estaba loco? Su más elevada poesía era para el médico Saravia una inequívoca señal de demencia, disociación y psicosis mixta”.
Habida cuenta del heterónimo que escribe la caligrafía cambiaba. Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricado Reis, Bernardo Soares, no sólo tenían un estilo, una cosmovisión, una biografía personal diferente, sino también un trazo único en la página en blanco. Como una pitonisa que canaliza el lenguaje oracular según el daimón que la posee, cada poeta dibujaba las letras de un modo único. En una de las tantas cartas dirigidas a Ofelia, su relación amorosa más estable, quizás la única, Pessoa parece ser poseído por Álvaro de Campos. Comienza la escritura con una voz y un estilo que se van trasmutando sin querer, como un desplazamiento involuntario, inesperado pero aun así consciente. De hecho en reiterados documentos parece ser este el heterónimo que terminará tomando el control de este drama en gentes, desplazando a los otros, hasta al mismo supuesto “Fernando Pessoa”. El poeta escribe:
“No te asombres si mi caligrafía es extraña. Hay dos motivos. El primero es que esta hoja (la única que tengo a disposición) es demasiado lisa, y la pluma se desliza demasiado rápida; el segundo es que he encontrado en casa una botella de excelente oporto, que he abierto y del que me he bebido ya la mitad. El tercer motivo es que hay sólo dos motivos, y que por tanto no hay realmente un tercer motivo”. Concluye con la firma: Álvaro de Campos, ingeniero. Pessoa, en una misiva circunstancial, queda involuntariamente desplazado. ¿Quién escribe? Pide disculpas por esa fortuna irremisible, no hay alcohol que justifique la afrenta. Ofelia advierte el cambio en la grafía, hay un tercero que se interpone, disruptivo en su relación. Ella es consciente. Ambos lo son. El que redacta la carta es el otro. Un espectro inmune al conjuro. Un intruso que se impone desde dentro. Un rival que está dispuesto a darlo todo.
Ofelia intentó sobrellevar de la mejor manera posible ese ménage à trois entre fantasmas. El mismo ingeniero naval, nacido en Tavira el 15 de octubre de 1890 escribió “Tengo más sensaciones que las que tenía cuando me sentía yo”.
Podríamos redoblar la apuesta y preguntarnos qué poeta es el “alter ego” en esta proliferación rizomática de máscaras sin rostros. Sin líneas de subordinación jerárquica, la escritura traza una multiplicidad de voces que instauran el laberinto, el cual “no tiene ni anverso ni reverso ni externo muro ni secreto centro”.
En Más allá del bien y del mal Nietzsche vuelve a pensar a la máscara sin rostro. Espacio de lo Real por excelencia donde lo simbolizable es un subterfugio, un punto de fuga sin analogía posible. Dicho de otro modo, un espejo que al mirarse al espejo instaura el infinito:
“Todo lo que es profundo gusta de enmascararse, y las cosas más profundas odian hasta la imagen y la semejanza. ¿No sería tal vez el contraste la verdadera forma de vestido que preferiría el pudor de un Dios? He aquí una pregunta bien importante, y sería curioso que ningún mítico hubiera hecho tal tentativa.
Hay procedimientos tan delicados, que se obra muy sabiamente escondiéndolos bajo una máscara de brutalidad para hacerlos incognoscibles; hay acciones inspiradas de tanto amor y de tan exuberante generosidad, que sería necesario hartar de palos a quien hubiere sido testigo ocular de las mismas; con esto se enturbiaría su memoria. Y aun algunos conocen el arte de enturbiarse a sí mismos la memoria y de maltratarla, para vengarse de este único cómplice de sus acciones. Es muy ingenioso el pudor. Y no son las cosas peores aquellas de que se tiene más vergüenza; detrás de una máscara no hay sólo perfidia, también puede haber bondad astuta. Yo me imaginaría a un hombre pudoroso como un tesoro precioso y frágil que atravesara por el mundo encerrado en una gran cuba de vino; así lo exige la delicadeza del pudor.
Un individuo, cuyo pudor es profundo, halla sus destinos y sus más importantes resoluciones en caminos inaccesibles para los demás, y cuya existencia ignoran hasta sus amigos más íntimos; les oculta sus peligros mortales y también la reconquistada seguridad de vida. Semejante ser misterioso, que instintivamente se sirve de la palabra para callar y para disimular, y que es inagotable en medios de sustraerse a las respuestas, quiere y procura que en lugar de su persona se imprima su máscara en la mente y en el corazón de sus amigos; y aun suponiendo que no quiera, algún día verá que su máscara existe y que es bien que exista.
Toda mente profunda necesita de una máscara; en torno de una mente profunda se va formando sin cesar una máscara, gracias a la interpretación constantemente falsa y superficial de todas sus palabras, de todos sus pasos, de toda señal de vida que de él emane”.
Pessoa intuyó que estamos lejos de nosotros mismo. Esa lejanía es la única metafísica identitaria posible. Soares proclama: “Feliz de quien abdica de su personalidad a través de la imaginación, y se deleita en la contemplación de las vidas ajenas, viviendo, no todas la impresiones, sino el espectáculo externo de todas las impresiones ajenas. Feliz, por fin, aquel que abdica de todo, y a quien puesto que abdicó de todo, nada le puede ser arrebatado o disminuido”.
Es así que la identidad se instituye como paradoja fundante: “El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que llega a fingir que es dolor / el dolor que de verdad siente”.
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